Mi primera elección temática como directora y documentalista, que me llevó a recoger el dinamismo de esas mujeres llegadas de todas partes del mundo, inundando los pasillos de la ONU y sus innumerables salas de reuniones, con la conciencia de que era ahora o después ya sería demasiado tarde y había que conseguir avances y sobre todo exigir responsabilidades, el interesante concepto de “accountability”: que significa ni más ni menos que los gobiernos respondan puntualmente y den cuentas a la ciudadanía.
Precisamente este punto del empuje necesario de la sociedad civil constituye uno de los aprendizajes más interesantes de mi etapa de trabajo en Naciones Unidas y que creo no debemos olvidar nunca. Pude ser testigo del trabajo de activismo político de las ONGs internacionales de derechos humanos de las mujeres, trabajando para organizarse, haciendo lobby o presión política para conseguir cambiar el discurso internacional en este sentido. Es evidente que lo consiguieron y no ha sido en vano, aunque aún quince años después quede tantísimo por hacer.
Porque no podemos olvidar que durante siglos las mujeres fueron invisibilizadas y apartadas de todos los ámbitos de la sociedad. Estuvieron recluidas en el espacio doméstico y ausentes de las decisiones socio-económicas y políticas. Y por fin, después de muchas pequeñas y grandes batallas, en septiembre de 1995 tuvo lugar el hecho histórico que recordamos esta semana desde Cádiz: todos los estados miembros de Naciones Unidas reconocieron la discriminación histórica de las mujeres, y se firmó la Plataforma de Acción de Pekín, un compromiso mundial para acabar con siglos de injusticia y desigualdad, que reconocía los derechos universales, inherentes e inalienables de las mujeres.
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